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“El porno mata”, “el porno es violencia”, “el porno deshumaniza”, “el porno es ficción”, “el porno es explotación sexual” y “el porno perjudica gravemente a tu salud” son las frases de la última campaña del Instituto Canario de Igualdad. El hilo central de esta campaña es establece, sin ambages, una relación de responsabilidad entre la pornografía, los delitos de trata de personas, el aumento de la violencia sexual, la perpetuación de los comportamientos machista y la educación sexual de las personas más jóvenes. Este hilo argumental no es nuevo, ya, desde finales de los setenta, el movimiento antiporno, encabezado por Andrea Dworkin o Catherine MacKinnon, abogaban por la prohibición de la pornografía e insistían en la dimensión del peligro con sentencias como “la pornografía es propaganda sexista” o, como dice Robin Morgana, "la pornografía es la teoría y la violación es la práctica". Según esta lógica, el porno sería un instrumento más de perpetuación “del derecho sexual de los hombres sobre las mujeres”.
En las llamadas “Sex Wars” o “Guerras del sexo” cristalizaron dos posiciones, un feminismo anti-porno interesado en la estigmatización, prohibición y censura de la pornografía y un feminismo pro-sexo o anti-censura dispuesto a tomar la pornografía como un territorio posible para la emancipación de las mujeres. Autoras como Carol Vance, Pat Califia o Gayle Rubin entendieron la importancia de complejizar el discurso sobre la sexulidad, la pornografía y comprender sus contradicciones y potencialidades como sistema de representación sexual, poner la atención en los placeres y no sólo en los peligros que conlleva la sexualidad.
Poner la atención en el deseo, en la liberación de los cuerpos, en el goce se convirtió en uno de los ejes centrales para la emancipación y la deconstrucción social de las jerarquías sexuales, en especial aquellas directamente vinculadas al género.
A día de hoy, se hace necesario repolitizar de forma situada los debates feministas y transfeministas sobre la pornografía y la sexualidad, en un contexto donde las transformaciones del orden sexogenérico y las ampliaciones de la imaginación erótica y afectiva, son un elemento fundamental de las fuerzas conservadoras y su programa de refundación reaccionaria de la sociedad. Ampliar el campo del placer sexual, “ampliar el campo de lo vivible” adquiere también una especial centralidad política, en cuanto, como dirá Frederic Jameson, funciona como una alegoría de utopías más generales, imprescindibles en el contexto de repliegue que vivimos. Frente a una representación de la sexualidad como un espacio de peligro, buscaremos proponer un feminismo disidente que promueva una sexualidad propia, como lugar de agencia, potencia y resistencia.