Desde finales del siglo XIX el primero de Mayo se conmemora el Día Internacional de los Trabajadores. Entonces el movimiento obrero adquirió carta de naturaleza política en las luchas internacionales por las mejoras en las condiciones laborales. Desde la infancia se nos inculca que trabajar para labrarnos un buen futuro es nuestra función principal en la vida. Sin embargo, no es la esencia de lo que significa ser humano, como dice Kathi Weeks y que comienza su libro El problema del trabajo. Feminismo, marxismo, políticas contra el trabajo e imaginarios más allá del trabajo (Traficantes de sueños, 2020) con las siguientes preguntas: ¿Por qué trabajamos tanto tiempo y tan duramente?, ¿por qué no hay una resistencia más activa al actual estado de cosas? La respuesta es bien sencilla, dice esta profesora de Género, Sexualidad y Estudios Feministas de la Universidad de Duke:lo hacemos porque “debemos”. Y nos recuerda que Max Weber, en La ética protestante y el espíritu capitalista (Akal 2013), ya nos dijo que la idea del “deber” ronda en nuestras vidas como el fantasma de una fe religiosa esencialmente dirigida con toda firmeza contra cualquier goce despreocupado de la vida y de las alegrías que esta ofrece.
El trabajo seria así una forma de comunión con Dios. “Quien no trabaja, no come” sentenciaba San Pablo y para ser un buen cristianoera necesario ser independiente económicamente, ganarse el pan con el esfuerzo del trabajoy, así, no ser una carga social. La falta de esfuerzo o disciplina individual levantaba sospechas morales, de manera que las pocas ganas de trabajar sería síntoma de carecer del estado de gracia. La otra cara de esas vidas sacrificadas y entregadas a Dios serían los pícaros, las vagas o maleantes, y hoy en día, los subsidiados, becados, paradas, pensionados, los menores migrantes, habituales en las colas del hambre, enfermos, dependientes y otro tipo de pasivos, según la visión más productivista de la vida.
La vinculación de nuestras vidas con una especie de ascetismo moral del esfuerzo productivo está estrechamente ligada a nuestra condición de sujetos disciplinados. Weber insiste que, más allá de los análisis económicos que Marx propuso en su célebre El capital sobre el origen de la acumulación capitalista, la aparición del proletariado y el trabajo alienado, es imprescindible contrarrestar también ese economicismo con el papel que tienen las fuerzas culturales, las relaciones subjetivas, las formas de conciencia y las creencias religiosas en la formación de las personas, en el orden familiar, en las relaciones de género y sociales de la clase trabajadora. De hecho, el atractivo del trabajo como modelo de comportamiento y valor humano ejerce una poderosa influencia no solo en el imaginario liberal, sino también en el marxista, aunque este también haya desarrollado líneas de investigación en sentido contrario como muestra, entre otros, el muy citado El derecho a la pereza de Paul Lafargue, donde afirma que cuando la jornada laboral se reduzca a tres horas se podría comenzar a practicar los beneficios de la pereza, la más noble de las virtudes.
Para Weber la naturalización de la necesidad del trabajo es como una “jaula de hierro” que, una vez separada de su inicial contenido religioso –servir a Dios y ganarse el cielo- es plenamente absorbida como calamidad por la cultura secular del capitalismo. Los efectos “sanadores” del trabajo constante y la idea de que el individuo –con la autodisciplina adecuada, cierta creatividad, afán de superación y espíritu competitivo- puede alcanzar su propio desarrollo, sin ayuda de nadie, es algo que sigue afirmándose en las actuales condiciones de trabajo posindustrial o cognitivo.
A pesar de que el trabajo ha pasado a ser un bien cada vez más escaso en un marco económico desregulado donde ya no están garantizadas las perspectivas de progreso laboral estable −la flexibilidad y la precariedad están al orden del día−, donde ya no existen certezas de autonomía vital ni salvación asegurada, la cultura del trabajo se sigue entendiendo como signo y camino de la autosuficiencia individual.
En lugar de pensar la cultura del trabajo, tanto en la fábrica como en el hogar, como una responsabilidad colectiva, una forma de redistribución justa de los beneficios de las rentas o como una posibilidad para pensar el mundo con otras perspectivas más igualitarias y solidarias, la actual ética del trabajo, como discurso individualizador, continúa cumpliendo la función ideológica, consagrada en el tiempo, de racionalizar y naturalizar la explotación y legitimar la desigualdad.
Sabemos que, para la mayoría de la gente, el trabajo es la vía de acceso a la alimentación, vestido, vivienda y otras necesidades primordiales, pero no podemos olvidar que además es el medio básico a través del cual se nos asigna un estatus y un papel en la jerarquía social. No se trata de negar la necesidad de las actividades productivas ni de desechar la posibilidad de que pueda haber en todos los seres vivos “un placer” en el ejercicio de sus energías, más bien, se trata de insistir en que hay otras maneras de organizar y distribuir esa actividad y de ser creativos y libres fuera de los límites del trabajo.
Estos días, que se está celebrando el 150 aniversario de la Comuna de París -aquel primer pero breve periodo de la historia en el que el proletariado tuvo el poder- viene bien recordar Cómo vivimos y cómo podríamos vivir. Trabajo útil o esfuerzo inútil. El arte bajo la plutocracia (Pepitas de calabaza 2013) de William Morris, arquitecto, diseñador y maestro textil, fundador del movimiento Arts and Craft, ferviente defensor de la producción artesanal frente a la deshumanización de las cadenas de producción industriales. Este destacado activista a favor de la democratización de la cultura y de la educación yaseñaló que la idea de que todotrabajo es un buen trabajo, deseable y útil, es una creencia muy conveniente para aquellos que, precisamente, vivendel trabajo de otros.
Kristin Ross en Lujo comunal. El imaginario político de la Comuna de París (Akal 2016) remarca que la inestabilidad económica que define en la actualidad los modos de vida, especialmente de los jóvenes, recuerda a la situación de la mayoría de los trabajadores y artesanos del siglo XIX que proclamaron e intentaron levantar la Comuna, que pasaban el tiempo no trabajando sino buscando trabajo. No estaría de más recordar en la actualidad aquellas formas de invención política republicanas, así como los principios de asociación y colaboración para un trabajo digno, emancipador y justamente retribuido y distribuido entre mujeres y hombres de cualquier raza o condición, para pensar también otros futuros posibles en relación con el trabajo, la vida social, la naturaleza y la cultura. Ross insiste que aquel acontecimiento, así como la crisis desencadenada ahora por la pandemia, que da continuidad a la producida por la deriva especulativa y financiera de la economía capitalista más agresiva, son como «pliegues del tiempo» una nueva oportunidad para permitir -por lo menos intentarlo- reelaborar nuestra relación con el mundo.
En este sentido, volviendo al estudio de Weeks, el libro recoge, de manera exhaustiva, muchos de los hitos de las luchas del feminismo y del antirracismo para lograr otras reglas de juego en las relaciones entre la economía productiva –históricamente masculina- y la reproductiva y de los cuidados- atendida en su mayoría por mujeres. Por ello esta autora cree primordial estar muy atentos a las prácticas subversivas que podrían desarrollarse en cierta concepción utópica feminista como lugar de resistencia y de contestación, para formular otros futuros de economía distributiva e igualitaria.
En primera instancia, defiende una renta básica universal suficiente, individual, incondicional y continua que permitiría trabajar voluntariamente y no por necesidad vital; en una semana laboral de treinta horas sin disminución de salario y con derechos sociales básicos garantizados. Para empezar, ya sería un gran avance −subraya− que exigiéramos cumplir las leyes vigentes sobre sueldos y duración de las jornadas laborales, especialmente la de trabajadores con bajos ingresos. Weeks nos muestra que el proyecto de construir una sociedad poscapitalista es eminentemente feminista y ecologista, e insiste en que su consecución pasa, de manera incondicional, por la liberación de determinadas formas de explotación del trabajo para reapropiarnos y reconfigurar las formas existentes de producción y reproducción. El fin es que la humanidad deje de tratar la relación con el trabajo como el centro de gravedad de todas sus actividades sociales e individuales.