El último número en castellano de la New Left Review incluye una entrevista a Thomas Piketty, autor de Le capital au siècle XX (2013), una obra que ha removido el mundo de economistas, académicos y políticos al desmontar el mito neoliberal de que “la desigualdad disminuirá automáticamente a medida que el capitalismo se desarrolle”. Sobre la base de un estudio intensivo de fuentes primarias (cuyos archivos se pueden descargar en formatos estándar en la web piketty.pse.ens.fr), demuestra que la tasa de rendimiento ha sido generalmente más alta que la tasa de crecimiento, lo que genera un aumento de la desigualdad, tal y como ocurrió en el siglo XIX y a partir de la década de los setenta del siglo XX. Este hecho “no supone ningún problema lógico, pero sí plantea la cuestión de si es aceptable en un contexto democrático la reproducción y el reforzamiento de la desigualdad que crea dicha desproporción”. Dado que por sí solas las instituciones de mercado no disminuyen la desigualdad, Piketty promueve un impuesto progresivo al capital para controlar las dinámicas de concentración de la riqueza mundial.
Reproducimos aquí algunas de las preguntas de la entrevista; para leerla entera visita esta página; para hacer posible que siga siendo de libre acceso, suscríbete a la New Left Review.
[Frente a la idea de que durante el siglo XX se limitó la acumulación de capital] ¿Entonces son solamente las conmociones externas, como las guerras, las que pueden limitar esta acumulación?
El crecimiento puede compensar el proceso de concentración. Pero un crecimiento débil no pude compensar demasiado. Tanto Marx como los neoliberales están equivocados respecto al crecimiento. Marx lo ignora, mientras que los neoliberales consideran que es la solución a todos los problemas. Para Marx, el crecimiento se debe exclusivamente a la acumulación de capital; no hay un aumento autónomo de la productividad. La contradicción lógica del capitalismo que identificaba Marx es que la proporción capital/renta aumenta ad infinitum, de modo que el rendimiento del capital finalmente debe caer hasta cero: el sistema capitalista es intrínsecamente inestable y de forma natural conduce a la revolución.
La experiencia del siglo XX muestra que este esquema es demasiado sombrío en términos económicos (y demasiado mecánico en sus conclusiones políticas). El aumento de la productividad y el crecimiento de la población (cuadros 3 y 4) han hecho posible equilibrar la ecuación de Marx y evitar la tendencial caída de los rendimientos. Pero el punto de equilibrio solo se puede alcanzar con una acumulación y concentración de riqueza extremadamente elevada, incompatible con los valores democráticos. No hay nada en la teoría económica que garantice que el nivel de desigualdad en el punto de equilibrio sea aceptable; tampoco hay nada que garantice la presencia de mecanismos estabilizadores automáticos que puedan crear un equilibrio general.
Algunos han afirmado que la tasa de rendimiento del capital descenderá «naturalmente» hasta el nivel de la tasa de crecimiento. Sin embargo, históricamente no hay ninguna evidencia de ello. Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, la tasa de crecimiento era cero, pero, no obstante, había un rendimiento de los activos; habitualmente, un rendimiento medio del 4-5 por 100 de la renta de la tierra. Realmente, este era el fundamento del orden social, ya que permitía a un grupo de gente, la aristocracia terrateniente, vivir de esos ingresos. El hecho es que la tasa de rendimiento de los activos ha sido consistentemente más elevada a largo plazo que la tasa de crecimiento; eso no supone ningún problema lógico, pero sí plantea la cuestión de si en un contexto democrático es aceptable la reproducción y el reforzamiento de la desigualdad que crea semejante proporción.
En el siglo XX estaba ampliamente aceptado que las fuerzas del racionalismo llevarían a la eliminación de la renta económica, en el sentido de los excesos de rendimientos obtenidos gracias a una ventaja posicional. Esto lo podemos ver en la evolución del lenguaje. Actualmente «renta» se asocia sistemáticamente con «monopolio». Cuando se pregunta al presidente del BCE, Mario Draghi, qué hay que hacer para salvar Europa, contesta que necesitamos combatir las prácticas rentistas, con lo que quiere decir que hay que abrir sectores protegidos como los taxis y las farmacias, como si solamente la competencia pudiera purgar la renta económica.
Pero el hecho de que los rendimientos del capital sean más elevados que la tasa de crecimiento no tiene nada que ver con los monopolios y no se resuelve con más competencia. Por el contrario, cuanto más puro y competitivo es el mercado de capital, mayor es la brecha entre los rendimientos del capital y la tasa de crecimiento. El resultado final es la separación del propietario y el gerente. En este sentido, el objetivo mismo de la racionalidad del mercado va en contra del de la meritocracia. El objetivo de las instituciones del mercado no es producir la justicia social o reforzar los valores democráticos; el sistema de precios no conoce límites ni moralidades. Indispensable como es, hay cosas que el mercado no puede hacer y para las que necesitamos instituciones específicas. Muy a menudo se piensa que las fuerzas naturales de la competencia y el crecimiento reorganizan incesantemente por sí mismas las posiciones individuales. Pero en el siglo XX fueron principalmente las guerras las que arrasaron por completo el pasado y repartieron de nuevo las cartas. La competencia por sí misma no garantizará la armonía social y democrática.
Las desigualdades contemporáneas algunas veces se describen como una «guerra de generaciones», en la que los jóvenes quedan privados de su herencia social, que está siendo derrochada por los nacidos en la posguerra. ¿Cuál es tu opinión sobre eso?
De los trente glorieuses surgieron dos grandes ilusiones sobre la desigualdad. La primera es el enfoque de la «guerra de generaciones», que sostiene que, con la elevación de las expectativas de vida, los activos se han convertido en una manera de trasladar el ingreso del trabajo a la jubilación. Cuando eres joven, eres pobre, pero luego acumulas ingresos que consumes cuando te jubilas. Esto ofrece una alentadora visión de la desigualdad de la riqueza, ya que sugiere que todos serán pobres y ricos por turno, algo que sería suficientemente legítimo. Pero eso representa solamente una minúscula parte de la acumulación y concentración de la riqueza: en realidad la desigualdad de la riqueza es casi tan grande entre las generaciones como dentro de ellas; en otras palabras, la guerra generacional no ha reemplazado a la guerra de clases. Una de las razones de ello es la dimensión acumulativa de la concentración: ahí donde tienes acumulación y herencia de la riqueza, la concentración se acelera. Por poner un ejemplo concreto, es más fácil ahorrar y así acumular riqueza– cuando has heredado un piso y no tienes que pagar un alquiler. Las pensiones basadas en el sistema de reparto pueden añadirse a esto en el sentido de que contribuyen a conservar la riqueza acumulada, ya que la gente no necesita consumir su capital al retirarse.
La segunda ilusión es la teoría del «capital humano». Está basada en la idea de que con el desarrollo tecnológico la capacitación humana tendría más importancia que las instalaciones industriales, los edificios, la maquinaria, etcétera; habría cada vez más necesidad de conocimiento experto del individuo y cada vez menos necesidad de capital no humano, propiedades, activos materiales y financieros. De acuerdo con esta hipótesis, los accionistas serían reemplazados por gerentes. La realidad es que esto no ha sucedido. Si el conocimiento humano ha progresado, lo mismo ha sucedido con el capital no humano, y la relación entre los dos no ha cambiado demasiado. Se podría concebir una economía robótica en el siglo XXI en la que la participación del capital humano en la renta nacional disminuiría. Esto no equivale a decir que lo peor va a suceder. Pero el mercado no tiene un mecanismo automático de corrección. Yo sostengo que un impuesto progresivo sobre el capital privado sería uno de esos mecanismos.
En el capítulo final de Le capital au XXIe siècle resaltas el papel de los impuestos y analizas varias posibilidades para escapar de la trampa de la deuda incluyendo el reembolso, la inflación y el incumplimiento de pagos. La deuda, desde luego, es uno de los factores que promueven la perpetuación de las grandes fortunas, ya que crea rentistas financieros. ¿Por qué defiendes los impuestos como solución?
Lo que estoy defendiendo no es simplemente cualquier viejo impuesto, sino un impuesto progresivo sobre el capital, que es más apropiado que el impuesto sobre la renta para el «capitalismo patrimonial» del siglo XXI. Esto no significa que el impuesto sobre la renta debiera abolirse. Un impuesto sobre el capital privado es crucial para combatir las crecientes desigualdades, pero también sería una herramienta útil para resolver crisis de la deuda pública con contribuciones de cada uno según su riqueza. Ese sería el ideal, difícil pero indispensable de conseguir. En el corazón de todas las grandes revoluciones democráticas del pasado ha habido una revolución fiscal y lo mismo sucederá en el futuro.
La inflación es un impuesto sobre el capital de los pobres. Reduce el valor de los pequeños activos –saldos bancarios individuales– mientras que las acciones y las propiedades inmobiliarias quedan a salvo. No es la solución correcta, pero es la más fácil. Otra posibilidad es imponer un largo periodo de penitencia, como hizo Gran Bretaña en el siglo XX para liquidar su deuda. Pero eso puede llevar décadas y al final se gasta más en los intereses de la deuda que en inversión en educación.
De muchas maneras, la deuda gubernamental es un problema falso; representa un préstamo que nos hacemos a nosotros mismos. En términos de riqueza privada, Europa nunca ha sido tan rica; son los Estados los que son pobres. Por eso se trata de un problema de distribución. Esta simple realidad ha sido olvidada. Europa tiene enormes ventajas: su modelo social, sus heredados niveles de vida; representa el 25 por 100 del PIB global. Tiene suficiente espacio geográfico para regular el capitalismo eficazmente. Pero no tiene una visión prospectiva de su propio futuro.