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El antifascismo fue, en los años treinta, la mayor victoria del fascismo. La unión de todos los antifascistas para defender la democracia suponía, para el movimiento obrero, renunciar a los propios principios y a un programa revolucionario proletario. Es decir, someterse a los designios y a los programas de la burguesía democrática. La adhesión rápida e inconsciente de la CNT-FAI a este programa de unidad antifascista, de colaboración plena y leal con todas las fuerzas antifascistas, llevó a muchos dirigentes a apartarse de la senda revolucionaria y ser funcionales al aparato estatal de la burguesía.