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Tras la siempre penúltima catástrofe atómica (en aquella ocasión la de Chernobyl), en 1987 surgía en Francia el Comité «Irradiados del mundo ¡unios!», en el país donde se vivía la apoteosis de la comunión entre Estado y Capital representada en la proliferación de la industria nuclear. Pese a la gravedad de los hechos, y mientras los más del ecologismo decidían sobrevivir entre la asesoría medioambiental y la directa gestión política del desastre, otros ponían en marcha una iniciativa que radicaba su convegencia tanto en el rechazo de la energía nuclear, como también en la organización social que la hacía posible. Los «irradiados» se propusieron nada menos que enfrentarse al emporio nuclearista sin caer en el activismo autocomplaciente o instaurarse como un consecuente club de debate. La tarea se prolongó durante siete años en los que a la labor de agitación se le añadió la reflexión teórica, de la mano de su boletín «fisuras en el Consenso», cuyo título ponía de relieve los resquicios en el silencio nuclearista en los que la agrupación aspiraba a hacer mediante su existencia, palanca.