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Alguien debía de haber calumniado a Elfriede Jelinek porque el fisco alemán se presentó un buen día en su casa. Escarbaron en sus papeles, indagaron en su vida repartida entre Múnich y Viena, buscaron pruebas con las que llevarla a juicio y condenarla. La investigación quedó en nada. De la experiencia sufrida surgió, en cambio, este coro de voces espectrales, música huracanada que arrastra todo a su paso, revuelve los papeles y trastoca pasado y presente. Jelinek exhuma la historia de sus parientes perseguidos por el nazismo y levanta acta de acusación contra las hipocresías múltiples del poder, los esquiadores felices, los futbolistas que regatean impuestos y las muchedumbres dichosas que toman el sol en la playa y olvidan las vidas ahogadas en las aguas en las que se bañan.
Frente a un mundo en el que la vida es vulnerable y el dinero es eterno, en el que se blanquea un pasado criminal como se blanquean los capitales, un mundo en el que un virus recorre la tierra, la extrema derecha campa a sus anchas y las fronteras se cierran a los refugiados, Jelinek, con rabia descarnada, invierte y multiplica la acusación a la que fue sometida y muerde en la historia de Austria, Alemania y Europa, en unas vergüenzas que parecen empeñadas en sobrevivirnos.