Para envío
Cuando las formas de las cosas se disuelven en la noche, la oscuridad de la noche, que no es un objeto ni la cualidad de un objeto, invade como una presencia. De noche, cuando estamos clavados a ella, no nos ocupamos en ninguna cosa. Pero ese ninguna cosa no es el de una pura nada. No hay ya esto, ni aquello, no hay «algo». Pero esta universal ausencia es, a su vez, una presencia, una presencia absolutamente inevitable. No es el contrapunto dialéctico de la ausencia, y no es gracias a un pensamiento como la aprehendemos. Está inmediatamente ahí. No hay discurso. Ninguna cosa nos responde, pero ese silencio, la voz de ese silencio, se oye, y espanta como el «silencio de los espacios infinitos» del que habla Pascal. Hay en general, sin que importe lo que hay, sin que pueda pegarse un sustantivo a ese término. Hay, forma impersonal, como «llueve» o «hace calor». Anonimato esencial. El espíritu no se encuentra frente a un exterior aprehendido. Lo exterior ?si nos atenemos a ese término? permanece sin correlación alguna con un interior. No está ya dado. No es ya mundo. Lo que se llama el yo está, a su vez, sumergido bajo la noche, invadido, despersonalizado, ahogado por ella. La desaparición de todo y la desaparición del yo remiten a lo que no puede desaparecer, al hecho mismo del ser en que se participa, se quiera o no, sin haber tomado la iniciativa, anónimamente.