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Suele creerse, y así debería ser, que la universidad es una institución destinada a producir las diferentes clases de saberes, en la que unas personas inteligentes, desinteresadas y dotadas de espíritu crítico desempeñan su labor. La realidad está muy alejada de esta imagen. En los últimos treinta años, las universidades españolas han crecido desmesuradamente sin planificación alguna, al tiempo que recibían cuantiosos medios y comenzaban a producir conocimiento de modo similar a las de los países más desarrollados. No obstante, se ha desembocado en un estrepitoso fracaso y una caótica situación que las ha llevado a ser prácticamente irreformables. Sus sistemas de gobierno, concebidos como mímesis del gobierno de una nación, la multiplicación de centros y la descoordinación absoluta entre las diecisiete autonomías han permitido el secuestro de la universidad por parte de sus profesores y de su personal administrativo. Apelando a modelos políticos y sindicales sólo aparentemente democráticos, se ha logrado anular el espíritu crítico con el fin de poderlas controlar para beneficio de los intereses corporativos y convertir la búsqueda del conocimiento en una enloquecida carrera burocrática en la que todos hablan de lo que no son, en la que nadie cree lo que nadie dice, y en la que su distancia con el mundo real crece a una velocidad de vértigo.