Una revisión al estado del patrimonio cultural de nuestro país desde el final de la guerra de la Independencia hasta la revalorización de nuestros hitos monumentales, arqueológicos y paisajísticos al nacer del nuevo milenio con una visión más plural y unos criterios de conservación más meditados, permite detectar infinidad de conductas vergonzantes y sucesos escabrosos. La destrucción de un testimonio cultural por el solo hecho de ser un legado incómodo o evocar pasajes de la historia que se necesitan reclasificar o desinfectar no deja de ser un tipo de atentado de baja frecuencia y escasamente aireado, aunque no menos grave, al respecto afloran pulsiones ideológicas. Especialmente salvajes durante los conflictos bélicos, se atemperan y especializan durante las épocas de posguerra con fines de limpieza, depuración y reeducación.
A los monumentos, debemos sumar la imaginería, los símbolos, los iconos y hasta los archivos y bibliotecas. Se analizan las crisis iconoclastas anticlericales y las consignas revolucionarias, pero también las reconducciones salvíficas y las imposiciones involucionistas.
A la postre, el patrimonio cultural es materia que puede estar sujeta a interesada selección, apañada manipulación y hasta crasa deformación, más o menos interesada o agazapada en función de las necesidades de la ideología dominante.
La historia del patrimonio cultural hispano está minada de avatares más o menos comprensibles que pueden hacer saltar por los aires los argumentos de dispares interlocutores. Podríamos pensar que semejantes fantasmas son cosas del pasado, aunque vuelven a asaltarnos ante actuales trifulcas políticas.
