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Más allá de un imaginario popular inclinado a hacer de la Edad Media un escenario de castillos, empresas heroicas y batallas campales, el legítimo interés que seguimos mostrando hacia el tema de las cruzadas tiene un fundamento sólido. La primitiva Europa a partir del siglo xi conformó su identidad adoptando una postura defensiva contra quienes pudieran amenazarla. Las amenazas no siempre eran reales, pero sí útiles para justificar algo más que una defensa: una voluntad expansiva que una coyuntura económica favorable parecía posibilitar. El islam no era la única amenaza esgrimida. Judíos y herejes compartían el dudoso honor de ser concebidos como las otras caras de una misma realidad diabólica dispuesta a destruir la Europa cristiana. Pero el islam ciertamente sí era la amenaza que parecía más patente. La conciencia de Europa se forjaba en una identidad cristiana cuya permanencia, desde la interesada perspectiva de sus responsables, solo la cruzada podía garantizar. Este mensaje resucitaría una y otra vez en el transcurso del tiempo. No es extraño, por tanto, que la idea de cruzada haya condicionado una perspectiva, al menos una y no poco significativa, a la hora de entender la historia europea.