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En pocos decenios, el deporte se ha convertido en una potencia mundial ineludible, la nueva y verdadera religión del siglo XXI. Su liturgia singular moviliza al mismo tiempo y en todo el mundo a inmensas masas agolpadas en los estadios o congregadas ante las pantallas de todo tipo y tamaño que los aficionados visualizan de manera compulsiva. Estas masas gregarias, obedientes, muchas veces violentas, movidas por pulsiones chovinistas, a veces xenófobas o racistas, están sedientas de competiciones deportivas y reaccionan eufóricas a las victorias o a los nuevos récords, mientras permanecen indiferentes a las luchas sociales y políticas, sobre todo la gente joven.
La propia organización de un deporte de alcance planetario, fundamentado en un orden piramidal opaco, se ha erigido y consolidado como un modo de producción y reproducción socioeconómico que lo invade todo. El deporte, convertido ya en espectáculo total, se afirma como el medio de comunicación exclusivo, capaz de estructurar en toda su profundidad el día a día de millones de personas, desde la fisonomía de las ciudades, hasta los ritmos de trabajo y la estructuración del tiempo libre.
El nuevo récord, la mejora del rendimiento, el sometimiento del cuerpo por encima de los límites humanos, se convierte en la base del espectáculo, en su única motivación, en el fin que lo justifica todo, por lo que el dopaje y las intervenciones-agresiones en el cuerpo del atleta se han convertido en la normalidad de un deporte que juega al escondite con los controles antidoping, mientras los deportistas se lanzan a una carrera alcocada contra su propia vida.
Apisonadora aniquiladora de la Modernidad decadente, el deporte-espectáculo lamina todo a su paso y deviene el proyecto de una sociedad sin proyecto.